─Si no oyes, te inclinas
Era Karol Wojtyla obispo de Cracovia cuando, con ocasión de una de sus visitas pastorales a un pueblo de su diócesis, un pequeño le dio la bienvenida. Lo hizo -en nombre de todos- leyendo un breve discurso.
El que luego sería Santo Padre pidió al chico, con la naturalidad que le caracterizaba, que hablara un poco más alto, pues no le oía.
El niño, con la atrevida espontaneidad propia de su corta edad, le espetó: ─Si no oyes, te inclinas.
Los asistentes estaban que no sabían dónde meterse…
Karol Wojtyła, sí que tuvo claro qué hacer: se inclinó y escuchó con atención.
Después, durante la homilía de la misa, comentó:
─Uno de los más pequeños de vuestra comunidad parroquial, al principio de nuestro encuentro, me ha recordado que debo inclinarme para escuchar lo que quiere decirme. Así es; y yo ahora, en mi servicio pastoral, me inclino ante vosotros…
Inclinarse para escuchar
Lo de inclinarse a escuchar es sin duda una actitud de buscar la cercanía, a costa incluso de “abajarte”. Esto, importante siempre, es esencial en el servicio a los demás.
Se trata de aproximar distancias en una actitud proactiva hacia quien tiene algo que decirte. De atender, de acoger al otro.
Quien se inclina es, per se, alguien que no pretende mostrarse “estirado”. Quiere escuchar a la otra persona porque desea comprenderle: le interesa lo que le quiera decir.
Desde una actitud cercana, e inclinado también a servir, pretende escuchar para entender; y no meramente para responder. Busca el diálogo fructífero y nunca dos estériles monólogos en paralelo o… para-lelos.
Desgraciadamente, la prepotencia y la soberbia, el ego ─en un grado u otro─, nos acompañan con más frecuencia de la debida. Y olvidamos (a costa del yo ─ego─) que el otro sienta que te importa lo que pretende compartir. Que él te importa. Que, si es el caso, deseas serle útil, ayudarle.
Deberíamos practicar la escucha más y mejor. Alguien dirá: siquiera sea egoístamente ─y no es ni de lejos la principal razón─ porque, como afirmaba Dale Carnegie, se pueden ganar más amigos en dos meses interesándote por los demás que en dos años intentando que los demás se interesen por nosotros.
Te lo relataba en mi post “5 claves para aprender a escuchar… y evitar una laringitis”. Te invito a que lo releas y ─si quieres─ interiorices algo de lo allí expuesto.
Lo cierto es que si estás con alguien y solo hablas tú, no aprendes nada. Escuchar puede ayudarte a comprender muchas cosas. Entre otras, la razón con que ─dicen─ Platón expresaba aquello que te mencionaba en mi último post: ─Sé amable, pues cada persona con la que te cruzas está librando una ardua batalla.
¿Lo diría así? No lo sé. Pero ¡qué razón tenía!
<<He comenzado este post con una anécdota real y acabo con otra>>
La leí en su día en El regreso a casa. El regreso a Roma, de Scott y Kimberly Hahn.
Cuenta Scott que ya oscurecía cuando se encaminaba a realizar una gestión en el instituto. Estaba a punto de culminar sus estudios de secundaria. Y de prepararse para ir a la universidad. De camino al centro educativo que pronto dejaría, pasó por delante de la casa de un amigo, Dave, al que no veía desde hacía demasiado tiempo.
Al ver que la luz de su habitación estaba encendida, decidió llamar.
Dave ─cuando abrió─ estaba a punto de salir de casa, ya con el abrigo puesto.
Aunque el reencuentro inicialmente resultó un poco incómodo, ambos se mostraron crecientemente alegres por volverse a ver; y de hecho disfrutaron de la conversación, en la que se explayaron. Tanto que se les pasaron los minutos… y las horas.
Scott, en un momento dado, cayó en cuenta de que se le había hecho ya tarde para ir al instituto; y pensó que, sin duda, también había impedido a Dave salir de casa, cosa que ─obviamente── iba a hacer cuando le abrió con el abrigo recién abrochado. Por ello, se disculpó ante Dave por el tiempo que le había ocupado.
Dave le miró a los ojos fijamente y, preguntó a Scott por qué le había visitado esa noche; precisamente esa.
Cuando Scott se disculpaba, creyendo que había impedido a Dave hacer algo importante, éste le confesó:
─Pensaba ahorcarme; de hecho, salía de casa para eso. Lo iba a hacer esta tarde y lo pospuse porque en el lugar elegido me topé con dos niñas a las que quise ahorrar ese trance, vino a decirle.
Ambos se fundieron en un intenso abrazo y Scott se comprometió a ayudarle y encomendarle, como le pedía con insistencia, Dave.
Tras, al cabo de un buen rato, dejar a Dave ─ya sereno─ en su casa, Scott salió impactado y muy pensativo, dándole vueltas a cómo había sido providencial pasar por allí, ver la luz de la habitación encendida, tocar el timbre… y que le abrieran la puerta. Y escuchar a Dave.
Recuerda que he dicho que Scott pensó que había sido providencial (no casual).
Te recomiendo el libro antes citado, en el que estos hechos reales se reflejan mucho mejor que como yo lo he hecho aquí.
Y te recomiendo también -y me lo aplico:
- Que en el camino de la vida pensemos en aquellos que puedan estar cerca(físicamente o de otro modo).
- Que contrastemos si efectivamente podemos “encontrarnos” con ellos, si están allí: si hay alguna señal, alguna luz encendida en la ventana de… su existir.
- Que nos animemos a ir a su encuentro; que seamos quienes ─proactivamente─ “toquemos el timbre”: que les llamemos.
- Que, tras un abrazo inicial, les ofrezcamos, con nuestra presencia y compañía ─física o virtual─, la acogida de nuestra escucha. Recuérdalo: inclinados, en actitud de cercanía; atentos; porque nos importan y queremos hacérselo sentir así.
- Que les ayudemos, que les seamos útiles, que les sirvamos. Y que sepan que los tenemos siempre presentes, al menos en nuestro corazón.
Se trata, en definitiva, de que caminemos hacia el otro, de que construyamos puentes sólidos que faciliten el encuentro con los demás.
Te hablo de construir puentes, de inclinarnos hacia el otro y me viene a la memoria aquello que reiteraba el sumo pontífice: quien no vive para servir, no sirve para vivir.
José Iribas
Fotografía: Randstad