Pasado el día de los Santos Inocentes, se hace irresistible evocar la tragedia de los no nacidos, los inocentes de esta sociedad posmoderna a los que se les ha privado de manera definitiva del derecho a existir
En España en 2018 se han producido cerca de cien mil abortos, datos oficiales. Más de noventa mil cada año desde 2005. Los nacimientos sumaron 375 mil criaturas. Es aterrador que a uno de cada cuatro niños se le truncara la vida de manera intencionada.
De entre todos los descartados por este individualismo imperante, los no nacidos son los más débiles. Primero, porque no tienen voz, no se les puede oír clamar justicia ni piedad por la vida que no será. Y segundo, porque nadie habla por ellos con la suficiente fuerza como para poner fin a este drama humano, a esta hemorragia de inhumanidad.
Me conmueve sobremanera esa estatua de un cementerio canadiense que representa a un Ángel de la Guarda que llora desconsolado frente a la cuna del no nacido al que le hubiera tocado cuidar. Espanta con la misma intensidad, la aceptación social de esta realidad a la que se le ha dado la categoría de derecho; entre amigos y conocidos, gente solidaria y sensible, ha calado esta sinrazón de manera incomprensible, al menos para mí. Se ha impuesto el derecho a eliminar lo que hoy la ciencia no deja lugar a dudas que es una vida humana, el derecho a seleccionar o descartar una vida ajena en nombre de una coyuntura económica, profesional o personal, o en aras de evitar una discapacidad que nos haga la vida aún más compleja.
Y a quien defiende la vida como un absoluto, lo insustituible de cada individuo, la dignidad en la misma medida para todos, se le tacha sin más argumento de ultra, sea en lo político o en lo religioso. Ante la duda que les pueda crear esta controversia moral, la mejor opción es siempre… dejar vivir.
Manuel Pareja
Fotografía: Unsplash